viernes, 3 de diciembre de 2010

CORAZÓN DE METAL


Después de muchos años de sudor, trabajos forzados y lujos que no se podían concretar; Alejandro pudo darse el placer de comprar un vehículo propio. Una Chevy, clásica. No era su sueño, pero era su esfuerzo, eran las tardes en la obra ahogado por calor al estar al rayo del Sol, eran las odiseas a la feria central para conseguir precios más baratos, era la sonrisa triste de su mujer cuando lamentaba no tener vehiculo, era él, lo que podia conseguir el, todo lo que quisiese. El vendedor le advirtió antes de darle las llaves, que a veces el motor se saturaba pero que no se preocupe. Alejandro vaciló, pero al verlo a el con su sonrisa apoyándolo de cierta manera, con la llave  para que la tomara, no pudo oponerse y, con una sonrisa ganadora, abrió la puerta y comenzó su aventura
Sonreía, feliz, alegre; tocaba la bocina como si hubiese ganado su equipo de fútbol predilecto y cantaba un reggaeton desconocido para él hasta ese entonces, pero que la euforia le había presentado. La sonrisa, la virilidad, la recompensa, iluminaban facción del rostro de Alejandro. No llegaba jamás la hora de llegar a casa, ver la expresión de su mujer y que su hija salte a sus brazos. Sobre la avenida, en un semáforo en rojo, le tocó el lugar de tercero en el carril, a su lado, se encontraba un Citroën C4 azul que brillaba de lado de su vieja chevy, el sonrió e imagino una historia para consolarse a sí “Seguro se lo compró su papá rico, yo a mi chanca la conseguí yo mismo”, “Seguro es uno de esos que se hace el banana”.
Al llegar a su hogar, en la zona de Pompeya, tocó el timbre desesperadamente y se puso en pose para que su hija saltara en sus brazos y su mujer lo abrazara. Al salir, ella corrió al vehículo, pero su hija si salto a él. Su mujer saltaba y lo felicitaba mientras se sumían los tres en un abrazo que representaba el amor más puramente fraternal. Los amigos lo felicitaban, palmeando su espalda y anotando el número de su patente: ANC 822. Su padre decidió que harían un asado en su nombre y brindar con cervezas la encandilante noticia.

Pasaron los meses y Alejandro comenzó a notar que el auto se paraba, chequeó el motor pero estaba bien. En realidad no sabía porque de mecánica, de oficios sólo se podía defender con la construcción, que a penas le alcanzaba para darle de comer a su familia y algún que otro paseíto, como el zoológico o caminar sin comprar por un centro comercial. El auto rechinaba en la zona de la moto y salía un líquido rojo.
Recibió la noticia de que el auto debía ser desarmado completamente para encontrar el origen de esos problemas, peor costaba un dinero que ya no tenía. Que nunca tuvo.
Su familia y amigos intentaron ayudarlo, pero ninguno tenía la habilidad ni un cercano de mecánico.

Seis meses luego de comprar su carro, lo vende descorazonado a un extraño de la net. Lloró y lloró mucho, pero su familia estaba pasando hambre y necesitaba ese dinero. Así que se digerió su orgullo y siguió adelante, derrotado. Porque todo lo material que lograba con sus manos se disolvía: como el dinero, la comida, el termotanque jactanciosamente recieen comprado. Todo.


“¿Qué tierna se ve esa parejita, no?” Se quejaba su novia. Ella no podía entender que él no la amaba, no la necesitaba pero era preciosa, y sabía que no podía encontrar algo físicamente mejor, “Llevar a una mujer así a tu lado en 2010 es un trofeo.” –pensó. Aunque él recordara a su amor de secundaria, una chica común y de perfil bajo, la única que en realidad amó con cada fuerza de su Alma. Esta mujer que lo acompañaba, le parecía estúpida y superficial, sobre un auto sin demasiados lujos, ella le hacía observar cómo los demás eran “más felices” por tener mayores abundancias materiales. Él fantaseaba siempre con asesinarla, porque él compró a ese auto, porque es un clásico que siempre quiso tener. Una Chevy, con un nuevo color de con la que la adquirió: rojo, justo cómo la imaginó.
Un día, él se hartó, tomó a la perra en sus brazos y sacudiéndola le planteó que no quería estar más con ella. En el auto, los dos se gritaban atrocidades, uno del otro. Ella, su humildad y su “clase media”; él, su superficialidad, que era de plástico, fría y brillante. Los demás, los que estaban fuera del auto, miraban curiosos, la pelea. Hasta que uno se acercó y ordenó educadamente que suelte a la muchacha.
Él lo hizo, y le ordenó que salga de su coche. La idiota lo hizo y empezó a seducir a su  caballero protegedor.
Su amado carro moría. segregaba un liquido rojo oscuro en lugar de la lubricante aceite entre los artefactos que conformaban su motor. Mascullaba y hacía ruidos de corcel jubilado. No quería deshacerse de él, era el auto que siempre soñó, pero necesitaba uno mejor y, ¿este donde lo iba a poner?

Decidió dejarlo a la deriva en un lugar caluroso, con tierra seca y agrietada. Lo más parecido a un desierto que se puede encontrar en Argentina. Eligió ese espacio para el abandono porque siempre había fantaseado con la idea de conducir a 200 Km./h en el desierto de Las Vegas o algo parecido, con su auto clásico, su mejor compañía. Pero esto no era un sueño hecho realidad, ni una fantasía, se trataba de una despedida.
Se bajó, besó el capote por última vez y se fue caminando hasta la terminal de ómnibus; sin antes darse vuelta para mirar por última vez la patente  “ANC 822”.


Mientras jugamos con mi primo Sergio a quién llegaba a correr más lejos de casa en medio de la noche y con los ojos cerrados, divisamos algo. Primero pensamos que era producto de nuestro miedo al desafío, pero luego nos dimos cuenta de que sólo era un viejo auto abandonado. Rompimos los vidrios y entramos en él, tocamos la bocina, buscamos dinero o pertenencias. Pero nada, nada de nada. Tomamos unos palos y decidimos abollarlo todo.
Mi madre esa noche salió quejosa de la puerta de nuestra casa, al escuchar los ruidos, salió para pedir que nos calláramos. Entonces, vio el auto.
Nos ordenó que inmediatamente nos metiéramos en casa y después de una paliza, nos creyó que no lo habíamos robado. Entró en el vehículo y comenzó a buscar documentos para poder localizar al dueño. Sin embargo mi padre la detuvo de un brazo. Le exigió que se retirara, que iban a desarmar el auto para vender sus partes a un depósito de chatarra y así obtener una changa, porque no tenemos muchos lujos, somos muy pobres.
Mi madre accedió y comenzaron a desmembrarlo, sacando todo su contendido, y calculando el valor de cada pieza.
Hasta que, llegaron a la parte del motor.
Dentro de esos tubos que conforman  a ese metal con ruedas, se encontraba un corazón.
Un corazón de carne, con venas, sangre y cuajos. Resto de la sangre que poseía el mismo, brotaba por distintos orificios del carro.
Yo saco como conclusión que el auto se desangraba porque todos lo abandonaban, que él tuvo varias historias de diferentes seres dentro suyo. De amor, de familia, quién sabe.
Mi madre decidió carbonizarlo, acotando que estaba embrujado; cuando en realidad sólo estaba destrozado.